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La Alhóndiga en mi memoria II. Peregrinaje por el barrio. Antonio Morillas Jiménez

 

Continuamos con los recuerdos de Antonio Morillas. En esta ocasión nos cuenta la inauguración del colegio Francisco Franco, los cambios de vivienda debidos a las necesidades familiares, las excursiones al campo…

 

Peregrinaje por el barrio.

Creo recordar que fue en septiembre del 69 cuando inauguramos en el barrio el colegio Francisco Franco, del que nos sentíamos orgullosos si lo comparábamos con el vetusto Sagrado Corazón. El nuevo colegio tenía dos patios impresionantes, amplios y llenos de barro en los inviernos y hasta unos pasadizos cubiertos con uralita para no achicharrarnos cuando apretaba el calor, o para cobijarnos de la lluvia. En el de los chicos colocaron dos porterías descuadradas hechas con palos de la reciente obra, que formaban parte de un campo de fútbol surrealista. Y gimnasio, un estupendo gimnasio con todos los aparatos de los que la mayoría no habíamos oído hablar en nuestra vida: potro, plinto y una especie de escaleras pegadas a la pared dónde nos obligaban a colgarnos de espaldas y a flexionar las piernas. ¡Cómo recuerdo todavía las agujetas del primer día de gimnasia y los golpes en las partes blandas contra el potro o el plinto! Eso sí, los chicos y las chicas estábamos separados, cada uno en su edificio; incluso los profesores: con los chicos, hombres, y con las chicas, mujeres. En aquella época represiva, no se hablaba, y menos en la escuela, de educación sexual y reproductiva porque no había que tentar al diablo. Yo entonces tenía diez años y ya pensaba que sería el colegio definitivo hasta que terminásemos los estudios primarios. Y así fue, lo abandoné el día anterior a cumplir los catorce años, y al día siguiente de cumplirlos, empecé a trabajar. La explotación infantil, en aquella época, estaba legalizada en España. Después seguí estudiando porque fui a caer en un ambiente cuyo caldo de cultivo propiciaba el estudio como medio para progresar como persona en la vida. La mayoría de mis compañeros de entonces, con los estudios primarios acabaron definitivamente su periplo académico.

Los cinco hermanos Morillas Jiménez, aun llegarían tres más,  en una imagen de principios de los 70, tomada en la Avda. de los reyes Católicos. Foto: Archivo Antonio Morillas Jiménez.

Los cinco hermanos Morillas Jiménez, aun llegarían tres más, en una imagen de principios de los 70, tomada en la Avda. de los Reyes Católicos.
Foto: Archivo Antonio Morillas Jiménez.

Mi familia recorrió el barrio de punta a punta. Desde el domicilio inicial en Fernando Barrachina, nos trasladamos a la calle Cisne, a una quinta planta y sin ascensor; después, a la calle Perdiz, al primer piso en propiedad, de dos dormitorios –éramos siete-; según crecía la familia hasta los nueve miembros, nos fuimos a un piso más grande en la calle Oca, con tres dormitorios, y desde allí emigramos del barrio a otro piso con cuatro dormitorios que tenía calefacción central en el barrio de San Isidro. Allí completamos la familia hasta un número redondo: diez personas.

Los amigos y los lugares de recreo de nuestra primera juventud seguían estando en la Alhóndiga. En los espacios entre los bloques, eriales de tierra sin ajardinar y que dejaban mucho que desear, organizábamos los juegos, y los fines de semana nos íbamos de excursión al campo: cruzábamos la carretera de Toledo para dar patadas a un balón cuesta arriba o cuesta abajo, según el equipo que nos tocara, en los trigales cercanos a los depósitos del agua. Y a veces, pocas veces los que éramos poco decididos, nos aventurábamos y bajábamos a la calle Madrid, una odisea. Recuerdo con emoción todavía la primera película que vi en el cine Palacio (el Gordo), “El Cid”, con Charlton Heston y Sofía Loren. Qué mujer, cuánta belleza inundando la pantalla. A mí me recordaba a mi prima Marisa, guapa como la Loren, hermosa, con una mata de pelo salvaje y unos ojos que la hacían aún más poderosa ante la vista de un mozalbete enamoradizo y con mucha hambre y no precisamente de pan.

El Señor Antonio, padre del autor del artículo, en sus tiempos de vendedor de pisos. En la imagen le vemos posando delante del Bar Muñoz de la calle Oca, junto a dos empleadas de la empresa en la que trabajaba. Foto: Archivo Antonio Morillas Jiménez.

El Señor Antonio, padre del autor del artículo, en sus tiempos de vendedor de pisos. En la imagen le vemos posando delante del Bar Muñoz de la calle Oca, junto a dos empleadas de la empresa en la que trabajaba.
Foto: Archivo Antonio Morillas Jiménez.

El trabajo principal de mi padre, conductor de dúmper, estaba en las obras de la urbanización, aunque pronto empezó también a vender pisos por las tardes y los fines de semana, gracias a que conoció a uno de los dueños de la empresa, granadino como nosotros, un suplemento que agradecía la economía familiar. Con el tiempo, además de vender los pisos de su empresa, algunos de los que compraban viviendas como inversión, le encargaban a él que se lo alquilaran, y yo, que había aprendido a escribir a máquina con dos dedos con  las chicas de las oficinas, le hacía los contratos, con lo cual aportaba mi granito de arena al buen discurrir del negocio. El señor Antonio, mi padre, se hizo un personaje conocido y querido en el barrio, y aún los que sobreviven de aquellos primeros años 70 le recuerdan porque nunca se llevó mal con nadie.

Continuara…

Antonio Morillas Jiménez, mayo 2014.

 

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