Con esta entrada llegamos al final de los recuerdos que Antonio Morillas ha compartido con nosotros. En esta última parte nos habla de sitios que todos recordamos y de una bonita coincidencia que el destino le ofreció en el año 1972.
Agradecemos a Antonio el buen rato que nos ha proporcionado y le invitamos a ampliar estas memorias en el momento que le apetezca, nosotros estaremos encantados de que así sea.
Nos hicimos mayores
En el verano del 72 terminamos los Estudios Primarios y en el Salón de Actos del Colegio repartieron diplomas y medallas a los mejores alumnos y alumnas, y esta vez no nos dividieron por sexos. Me llevé un pequeño berrinche porque yo me consideraba el mejor de mi clase, pero la medalla de oro se la dieron a mi amigo Gregorio y a mí un Diploma: “Por los méritos contraídos por… se le concede el presente diploma”. No me hizo ninguna ilusión porque quería la medalla. La excusa de los profesores fue que él ya abandonaba el colegio y yo tenía que permanecer hasta enero, cuando cumplía los catorce años. Malas excusas.

Antonio Morillas, el autor de estas memorias, en una imagen de los años 70.
Foto: archivo Antonio Morillas.
Eso sí, para el acto de entrega de premios, tuvieron la delicadeza de invitar a todas las familias a un refresco y frutos secos en la zona de las chicas y pasamos una mañana agradable comprobando que el contacto directo con ellas no producía sarpullidos ni efecto secundario alguno. Mi madre no pudo acudir porque estaba en avanzado estado de gestación de mi séptimo hermano y mi padre trabajaba. De aquella fiesta de fin de curso salieron algunas parejas que sigo viendo todavía pasear felizmente por las calles de Getafe.
Ese mismo día, 25 de junio de 1972, una niña de siete años también recibía un Diploma porque había sido la más sobresaliente de su clase, algo que para ella se convertiría en habitual a lo largo de su vida porque no pasó nunca inadvertida. Creció, se hizo una mujer que desde muy joven se supo buscar la vida; hizo una carrera al mismo tiempo que trabajaba y aprobaba oposición tras oposición en la Administración hasta llegar a lo más alto, y en el camino, hace treinta años, se encontró con el que escribe y que entonces, en aquel colegio, no podía sospechar que la compañera con la que compartiría su vida estaba allí, recogiendo un diploma igual que el suyo.
Y como yo tenía que estar en el colegio hasta que empezase a trabajar, el director, don Fernando de Miguel, me dijo que me fuera con él a Secretaría a ayudarle en los papeles. Y así lo hice desde septiembre hasta las navidades. Allí me familiaricé con ese mundo, algo que me vendría bien para mi futuro laboral. Además, le pasaba escritos a máquina, llevaba recados a las clases, repartía por las clases las entradas de fútbol que él, directivo del equipo, traía del Getafe, que por aquel entonces militaba en Tercera División y se había trasladado del campo de San Isidro al de Las Margaritas. Y me dijo que si me fallaba el trabajo en el que empezaría a trabajar en enero, él me colocaría en el Ayuntamiento del que, creo, también era concejal.

Tirso de Molina en el año 1977. Antonio Morillas y su amigo Diego posan en una plaza que poco tiene que ver con la actual. Una curiosidad, el local que luego sería la Autoescuela «Amores» parece estar en obras.
Foto: archivo Antonio Morillas.
Todos mis amigos se fueron a trabajar a los sectores más diversos: artes gráficas, construcción, comercios, fábricas metalúrgicas de la zona. Alguno de ellos, los que tenían recomendación, entrarían en las fábricas del municipio donde harían carrera laboral –John Deere, Ericcson, Kelvinator, Siemens- hasta prejubilarse en buenísimas condiciones, algunos con cincuenta años, gracias a los expedientes de regulación de los que han disfrutado desde siempre esas empresas para cuadrar sus cuentas de resultados.

Imagen de la factoría Ericsson de junio de 1986, poco antes de su derribo.
Foto: archivo Julián Sainero.
Yo me fui a la pequeña empresa constructora-inmobiliaria en la que estaría dieciséis años y que, por la calidad humana de las personas con las que me encontré, fue la escuela más importante a la que asistí por la variedad de sus enseñanzas. Ellos, mis compañeros, me obligaron a que siguiera estudiando, me introdujeron en el mundo de los libros y de la música, me enseñaron a mirar el mundo como un conglomerado de personas

Imagen de Kelvinator cuando ya su deterioro era evidente. Esta empresa creada en 1959, estuvo funcionando hasta que en 1982 se decidió su cierre dejando a sus trabajadores en la calle. Ese cierre afectó a numerosas familias del barrio de la Alhóndiga, ocasionando grandes protestas y disturbios en protesta por los despidos.
Foto: archivo Julián Sainero.
variopintas y que merecían todo el respeto y no como un lugar hecho de cosas. Siempre tendré un motivo para recordarles y para darles las gracias por su ejemplo.
Empezar a trabajar significaba hacerse mayor y tener casi la obligación de quedar con los amigos para salir los fines de semana. Los bares, el Sierra y el Bávara, eran nuestro punto de encuentro junto a los billares de la calle Garcilaso, otro de los puntos álgidos de nuestras tardes de recreo. Íbamos al cine el sábado o el domingo y matábamos

Vista aérea de la factoría de John Deere Getafe, en una imagen de la actualidad.
Foto: archivo John Deere Ibérica.
las horas en los futbolines o en el ping pong; el billar lo tenía prohibido por el vigilante desde que rompí el tapete la primera vez que jugué, y ya no volví a intentarlo para evitar que me prohibiese la entrada definitiva al local. Siempre terminábamos la jornada en los bares de la plaza de Tirso de Molina. Emilio, del Sierra, que se había trasladado desde los pisos de Neveras, hacía las mejores patatas bravas y los mejores higaditos encebollados de Getafe, raciones para las que llegaba nuestro presupuesto, y allí nos pedíamos una ración para cuatro o cinco y unas claras, o unos cortos de cerveza, e íbamos pinchando por riguroso turno que mi amigo Diego controlaba para que nadie tomara más ración de la que le correspondía. Y controlaba hasta las sopas en la salsa, que ya era controlar. El Sierra cerró cuando vino un banco a comprar el local y el Bávara aún sigue, aunque el hijo de Antonio, también Antonio, abrió otro bar al lado, que mantiene la esencia de lo que él vivió desde pequeño en la barra de su bar-restaurante forrado de madera.

La Taberna Bávara en los años en que aun tenían el salón colindante donde se celebraban todo tipo de comidas y fiestas familiares. En la foto vemos a varios miembros de la familia, posando junto a unos amigos, en la puerta del mencionado salón.
Foto: archivo familia Delgado
En el año 75 nos fuimos del barrio, pero cada fin de semana volvía a él porque en él estaban los amigos de la infancia, los que siempre perviven en el recuerdo. Nos fuimos al barrio de San Isidro, que me parecía entonces un lugar inhóspito, y más adelante, cuando nos casamos, a Fuenlabrada, para regresar inmediatamente a Getafe, a la calle Madrid, y de nuevo, en ese afán de andorrero, al Sector 3.
De vez en cuando vuelvo a algún sitio por los que anduve en el pasado, pero adonde siempre vuelvo es al querido barrio de la Alhóndiga, al menos desde ese rincón de la memoria dedicado a los paisajes y a los hombres y mujeres que te vieron crecer como persona, aunque nosotros, los de ayer, ya no seamos los mismos, que diría el poeta.
Antonio Morillas Jiménez, mayo 2014.